lunes, 4 de octubre de 2010

la cena de restos


La cita taurina devino en invitación formal a una cena de restos. Tal y como suena: una cena creada para unir desparejados con la excusa de las fiestas de Alhama. Hasta el último momento tuve mis dudas sobre si acudir o no: Unos amigos me esperaban para celebrar un cumpleaños. No tenía opción, había dado mi palabra y pese a que nadie quiso acompañarme (cobardes), allí me presenté solo, ligero de equipaje y tarde.

Ella, solícita salió a recibirme a la parada de autobuses y me acompañó al lugar elegido para el ágape: una mesa y sillas de plástico bajo techado de lona propiedad de una de las peñas sustentaban los restos de la cena (casi) rematada. Pensé: ¿serán estos los restos a los que se refería?. La primera acción que recuerdo de ella tras presentarme a sus amigos fue pedir una patata con ajo (alioli): ya me gustaba su estilo. La cena por lo demás fue formidable: amena, divertida y yo en la actitud desinhibida y a mi parecer ocurrente que a veces me inspira. Después copas en la feria de noche, ya con menos conversación (decibelios obligan) hasta las tantas. Al final de la noche no me quedó claro qué o quiénes eran los restos que debía conocer.

La invitación incluía pernocta en su casa de campo, desconocía de antemano el régimen de alojamiento y el número de ocupantes. Solución intermedia: sin padres pero con amiga (no te guardo rencor, Rosa, jeje), ellas arriba (de la casa) y yo abajo: vamos como hasta hoy mismo. A la mañana siguiente coqueto desayuno/almuerzo en el porche y en pijama. Entonces caí en la cuenta que no tenía otra ropa que ponerme, así que mismos vaqueros y misma camiseta de invierno para todo el caluroso día, y un día más sin afeitar (y ya iban unos 4….). Vidas paralelas: la noche que nos conocimos ella llevó una maleta para solo una noche y esa noche yo llevé solo un pijama para casi dos días.

Tras el desayuno la espera: me dejó solo en la finca durante unas dos horas, no sé si para que no me perdiera o para que no escapara. Tampoco tenía coche, aparcado en el centro de la población. Lo positivo que no me mandó derechito a mi casa y que al menos tenía la suficiente confianza en mí como para dejarme a mi aire sin cerrar puertas, ventanas y nevera.

La comida en la feria de día fue peculiar: mientras intentaba comer alguna de las tapas que aún quedaban en los puestos (llegamos una vez más tarde), intentaba comunicarme con la riada de personas a las que iba siendo presentado, mientras el estruendo de la música rociera taladraba sin piedad mi maltrecho cerebro, malherido por lo excesos de la madrugada. Si alguien notó un tono rojizo en mi piel se debió más al calor que me proporcionaba la camiseta que al número de cervezas ingeridas. Luego vuelta a la casa de campo, esta vez a solas.

La tarde transcurrió sentados en el diván del porche de la casa de campo, amenizada por uno de mis largos monólogos donde desplegué todas mis trucos que me han llevado a dormir a gran número de especies animales, plantas y minerales. Quizás fue debido a los efectos de la bebida de soja que me sirvió, contra la que no estaba inmunizado, quizás simplemente es que soy un plasta.

La tarde llevó a la noche y se hizo la hora de despedirse, así que ya sobre las once, con todo recogido y ambos coches en la posición de salida intentamos finalizar el encuentro. Como la despedida no concluía, comenzaba a hacer frío y la carrocería de nuestros coches entumecía nuestros traseros, decidimos terminar la conversación en el asiento trasero de mi coche…..

La que se lió: ella se había dejado el teléfono en el bolso y el bolso en su coche. Sus padres, preocupados dada la hora, la llamaron catorce veces y ella no contestaba, por lo que decidieron acudir al campo preocupados por la integridad de su niña y, ¿que se encuentran?: los dos coches en la entrada de la casa y uno de ellos con los cristales empañados: GLUPS.

Lo cierto es que en la hora y pico que pasamos en el asiento de mi coche no ocurrió otra cosa que la prolongación de la conversación que manteníamos: el vaho de los cristales era debido a mis excesos dialécticos y quizás a los suspiros y/o bostezos de ella, que por lo demás aguantó como una campeona. Cuando deslumbré las luces del coche y el rugido atronador del motor diesel me quedé en suspenso. Por la reacción de ella no me quedó claro si el coche era de sus padres o de la Guardia Civil, que venía a detenerme. Ella se dispuso a salir y me advirtió que mejor me quedara en el coche. No me alteré en exceso, pese a no saber si fuera del abrigo del vehículo me esperaban unas esposas o una escopeta de caza….

Las prisas hacen que actuemos con torpeza. Los seguros del coche estaban puestos y la llave en el contacto, por lo que pese a sus cada vez más firmes intentos de abrir la puerta, esta no cedía. Eso sí, se encendió la luz interior, por lo que la escena adquiría un cariz sainetesco. Hasta que logré acceder a las llaves y desbloquear las puertas transcurrieron unos segundos que se antojaron eternos.

Al fin ella salió, yo me quedé en el coche, y al poco las luces, difuminadas por el vaho, se desplazaron y desaparecieron. Lo mismo esa noche fui testigo de un encuentro extraterrestre y ni me di cuenta.

Nos despedimos apresuradamente y quedamos en llamarnos. Y pese a lo que suele ocurrir, nosotros sí lo hicimos. Camino de casa estaba seguro de volver: estar con ella resultaba estimulante y divertido y yo de momento aún seguía ileso.